“Nunca cambies tu cabello afro”.
Mi padre repitió estas palabras durante toda mi niñez con un tono estricto. Todas las semanas me decía lo mismo, mientras yo, con los ojos llenos de lágrimas y a mis siete años, trataba de convencerlo de que me dejara cambiarlo.
“¿Por favor, papá?”, le rogaba.
“No”, respondía firmemente. “Tienes que amar lo que Dios te dio. No eres blanca. Eres una princesa nubia”.
En aquel entonces, sentía como si mi papá quisiera arruinar mi vida. Todas las niñas blancas de mi escuela tenían un cabello rubio, largo y liso que les caía sobre la espalda. Las niñas mestizas tenían unos caireles largos y ondulados que rebotaban cada vez que caminaban. ¿Y yo? Yo tenía un montón de trenzas que apenas y tocaban mis hombros, sin importar cuánto las estirara. Mi cabello afro era salvaje y rebelde y, para mi desgracia, mi padre me quería forzar a amarlo.
Me sentía devastada.
Quería ser hermosa a los ojos del mundo e, incluso siendo una niña, sabía que eso significaba lucir como mis amigas de la escuela; como una barbie de tez clara y con cabello rubio. A los niños les gustaban ese tipo de niñas, ellas eran las bonitas. Con esta simple observación, mi percepción de la belleza como niña se transformó en una que no me incluía.